[por Sarah]
Publicado inicialmente en AbreteLibro el 16-Marzo-2008
Recuerdo aquellos veranos interminables en el pueblo. Mi tío nos llevaba a mi madre y a mi recién terminadas las clases. Mi madre me cubría las piernas con una manta de cuadros que yo detestaba porque hacía mucho calor, pero cada vez que intentaba quitármela, ella volvía a extenderla sobre los muslos. Decía que el médico lo había mandado así y que yo tenía que ser buena y no destaparme porque si no, no me curaría nunca.
Una vez instaladas en el casón de la abuela, ella se iba escaleras abajo y la oía hablar, dar órdenes, organizar las vidas de los que allí vivían y que, ahora estoy segura, debían temer su llegada como un huracán que desordenaba todo a su paso. A mi me dejaba en la habitación de siempre, la más fresca recalcaba ella cada año, sentada en la vieja butaca de flores al lado de la ventana. Desde allí miraba la calle, la gente, los pequeños acontecimientos de cada día que iban engarzándose en un verano largo, reseco y polvoriento, sin más historia que los libros que leía y las vidas que iban pasando bajo mi ventana. Creo que desde entonces amo los libros, los únicos amigos que tuve en aquellos largos y tristes veranos.
Me acuerdo muy bien de los pocos acontecimientos extraordinarios que pasaban de vez en cuando. Uno de ellos era la puntual llegada de un niño que venía a pasar el verano con su familia. Le veía llegar rodeado de gente, tan diferente su bienvenida bulliciosa de mi triste recibimiento por Agustina y Eligio. A través de mis visillos contemplaba los besos de las mujeres al despedirse mientras él entraba en la casa, las carreras de los demás niños, los corrillos de los hombres que se ponían a hablar de sus cosas.
La llegada del niño de enfrente me abría un mundo de posibilidades, le espiaba durante todo el verano, sus entradas, sus salidas, cómo a veces llegaba con los bolsillos del pantalón abultados por esas pequeñas cosas tan importantes para un niño que pasa un verano en el campo. Y yo, espoleada mi imaginación por todos aquellos libros que leía, empecé a inventar qué llevaba, de dónde venía, qué había estado haciendo toda la mañana tan entretenido...
Yo no podía salir, el médico lo había prohibido, pero aquél niño fue para mi durante aquellos veranos quien me llevó a pasear, a subirme a los árboles, a bañarme en las charcas. Nunca lo supo, si ahora le encontrase, creo que tampoco me atrevería a contárselo, pero cuánta felicidad me proporcionó en aquéllos veranos de mi infancia!
Publicado inicialmente en AbreteLibro el 16-Marzo-2008
Recuerdo aquellos veranos interminables en el pueblo. Mi tío nos llevaba a mi madre y a mi recién terminadas las clases. Mi madre me cubría las piernas con una manta de cuadros que yo detestaba porque hacía mucho calor, pero cada vez que intentaba quitármela, ella volvía a extenderla sobre los muslos. Decía que el médico lo había mandado así y que yo tenía que ser buena y no destaparme porque si no, no me curaría nunca.
Una vez instaladas en el casón de la abuela, ella se iba escaleras abajo y la oía hablar, dar órdenes, organizar las vidas de los que allí vivían y que, ahora estoy segura, debían temer su llegada como un huracán que desordenaba todo a su paso. A mi me dejaba en la habitación de siempre, la más fresca recalcaba ella cada año, sentada en la vieja butaca de flores al lado de la ventana. Desde allí miraba la calle, la gente, los pequeños acontecimientos de cada día que iban engarzándose en un verano largo, reseco y polvoriento, sin más historia que los libros que leía y las vidas que iban pasando bajo mi ventana. Creo que desde entonces amo los libros, los únicos amigos que tuve en aquellos largos y tristes veranos.
Me acuerdo muy bien de los pocos acontecimientos extraordinarios que pasaban de vez en cuando. Uno de ellos era la puntual llegada de un niño que venía a pasar el verano con su familia. Le veía llegar rodeado de gente, tan diferente su bienvenida bulliciosa de mi triste recibimiento por Agustina y Eligio. A través de mis visillos contemplaba los besos de las mujeres al despedirse mientras él entraba en la casa, las carreras de los demás niños, los corrillos de los hombres que se ponían a hablar de sus cosas.
La llegada del niño de enfrente me abría un mundo de posibilidades, le espiaba durante todo el verano, sus entradas, sus salidas, cómo a veces llegaba con los bolsillos del pantalón abultados por esas pequeñas cosas tan importantes para un niño que pasa un verano en el campo. Y yo, espoleada mi imaginación por todos aquellos libros que leía, empecé a inventar qué llevaba, de dónde venía, qué había estado haciendo toda la mañana tan entretenido...
Yo no podía salir, el médico lo había prohibido, pero aquél niño fue para mi durante aquellos veranos quien me llevó a pasear, a subirme a los árboles, a bañarme en las charcas. Nunca lo supo, si ahora le encontrase, creo que tampoco me atrevería a contárselo, pero cuánta felicidad me proporcionó en aquéllos veranos de mi infancia!
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