Carta XXVII
Estamos más ligados a este universo de lo que imaginamos. Todos tenenemos en nuestro interior un lazo con un elemento que nos es propio. Yo soy una mujer de tierra, pero ésta es la historia del hombre de agua… del marinero.
Hace un tiempo, en una cafetería instalada a las afueras, lejos del bullicio, divisé a un hombre sentado en una mesa tomando un café. Lo primero que me llamó la atención fue que no estaba leyendo un periódico, como suele ser habitual, sino que tenía frente a sí un cuaderno de color azul, en el cual escribía concienzudamente. Por momentos, se detenía y fijaba su vista en el vacío, en algún lugar lejano al que estoy segura, nadie más que él tenía acceso, entonces, por un instante, se dibujaba en su rostro una leve sonrisa. Cualquiera pensaría, como pensé yo entonces, que era porque había conseguido dar con la palabra exacta que quería plasmar en el papel, pero más tarde supe que no era así; su sonrisa casi distraída se debía a otra razón.
Me llamó tanto la atención, que me senté en una mesa, no demasiado cerca porque no quería que él repara en mi presencia, para poder observarlo tranquilamente.
Pedí mi café, y me dediqué durante un buen rato a mirar el ir y venir de la estilográfica por el cuaderno; unas veces escribía rápido, como si tuviera miedo de que las palabras perdieran su esencia si tardaba mucho en dibujarlas, otras veces su mano iba lenta, con la precisión de un cirujano, como si cada trazo fuera de suma importancia. Finalmente, su mano se detuvo, arrancó la página del cuaderno y la guardó. Sentí un deje de tristeza; me gustaba ver cómo escribía, pero nunca sabría lo que había escrito.
Cuando pasaba por mi lado, para salir de la cafetería, una hoja se deslizo del portafolios que llevaba bajo el brazo y fue a parar justo a mis pies. Instantáneamente me agaché para recogerla y devolvérsela, pero cuando me giré, el desconocido ya no estaba. Fui corriendo hacia la puerta, pero no había ni rastro de él; entré de nuevo en la cafetería y tomé asiento. Durante unos segundos estuve debatiéndome entre el deseo de leer lo que había escrito en aquel trozo de papel y mi conciencia de que aquello era privado. Ha habido pocas veces en la vida en las que no haya ganado mi conciencia frente a mi deseo, pero ésta fue una de ellas.
Tomé la hoja azul entre mis dedos y la desdoblé, decía lo siguiente:
Querida desconocida, ha llegado el momento de partir y buscar nuevos puertos, de visitar otros en los que hace tiempo no recalo, de que el aire acaricie mi rostro cuando en las noches de luna nueva paseo por cubierta; ha llegado el momento de seguir buscándote.
En todas las ciudades que me he detenido buscando tu rastro, he conocido personas que, sin ser ninguna de ellas tan importante como tú, compartieron mis días y algunas de mis noches, y mis cartas siempre dirigidas a ti. Compartieron, de alguna manera, mi búsqueda teñida, por un lapso de tiempo, de espera.
En una de estas ciudades, Nosidam, comprendí que todos buscamos y/o esperamos algo. El mundo está lleno de buscadores.
Fue el lugar en el que más tiempo permanecí, porque me sentí comprendido, arropado, incluso a veces, pensé en quedarme, pero mi alma… mi alma está en el mar y no puedo permanecer demasiado tiempo en tierra. Necesito, como necesito respirar, sentir el aroma a agua salada.
Y, querida desconocida, para qué nos vamos a engañar, he pensado muchas veces en desistir de esta búsqueda, que en mcuhas ocasiones se me antojó un sinsentido, pero hay algo más poderoso que yo que dirige mi corazón hacia ti, una y otra vez. Así que este viaje, que emprendo sin saber muy bién a dónde me dirijo, no es más que un paso más hacia ti.
Quizás estés en Asia, sentada en la ribera de un río sagrado, observando las estrellas que escriben para ti mi nombre, quizás te hayas perdido en África, y hayas dado con un oasis en el que vives esperándome, no sé, no sé dónde estarás, pero lo que sí sé, porque mis sentidos me lo dicen, es que existes. Esto es lo único que necesito saber para continuar el viaje, todo lo demás… todo lo demás carece de importancia.
Mientras tú existas, yo te buscaré.
Cuando terminé de leer la misiva, supe que su sonrisa no se debía a haber encontrado la palabra exacta, sino a haber encontrado el sueño justo. Comprendí que cuando su mirada se perdía, no pensaba en nada, sólo veía el rostro de ella. Y en mi corazón y en mi alma le deseé al marinero toda la suerte del mundo, para que además de encontrar los faros que guiaran su barco, diera con el faro que guiara su existencia: los ojos de ella.
Gaviero, buen viaje.
Ay, querida Mil, qué carta más preciosa has escrito! Nuestro Gaviero inicia viaje sin que ningún canto de sirena lo retenga más tiempo. Sólo nos queda esperar que busque y encuentre y, por supuesto, que un día próximo regrese.
ResponderEliminarMuchos besos, Mil. Hace mucho tiempo que no sé de ti, ni tú de mi, pero como le dije a Gaviero, a veces no es necesario mantener largas conversaciones con una persona para descubrir que la aprecias de verdad.
Navegando por el Mar de Alborán, con la mirada en el cielo esperando la lluvia de meteoros Táuridas, he recibido tu carta y sólo puedo decir una palabra:
ResponderEliminarG R A C I A S
Cuánta razón tienes, Wara, no hacen falta extensas conversaciones ni miles de días compartidos para apreciar a alguien, y eso mismo es lo que me sucede con algunas personas, entre las que os encontráis tú y Gaviero.
ResponderEliminarLas grandes historias se componen de detalles pequeños, es por los pequeños detalles por los que empiezas a querer a las personas.
Un abrazo muy fuerte para ti, Wara, y otro muy fuerte para nuestro Gaviero.
Mil, cuando estás extraordinaria lo estás y nos das la vuelta a todo lo que sabemos o creemos saber. La escena es espectacular y me abre un millón de luces, cámaras y dos personajes en el pequeño rincón de cine que en mi mente funciona de forma caprichosa. Encantadora ahora, encantadora siempre :-)
ResponderEliminarBesos,
Maverick
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