Querida Cassandra:
Han pasado diez años, fue en el verano del noventa y ocho. ¿Te acuerdas? Yo aún no había cumplido veinte años (los cumpliría dos meses después de que empezara todo, aquella primera vez que fui a verte a tu casa), y tú hacía tiempo que habías llegado a los treinta.
¿Te acuerdas?
Te habías roto una pierna andando en bicicleta y no podías moverte de casa. Te llamé para preguntarte qué tal estabas y me dijiste que aburrida, que no hacías otra cosa que ver películas en vídeo y leer, y que por qué no iba a hacerte una visita. Me diste tu dirección, ya sabía dónde vivías, en qué barrio, pero no la calle y el número. Vente el jueves, me dijiste, hacia las cuatro y media o las cinco.
¡Si supieras qué significó aquello para mí! Iba a ir a tu casa, iba a ver dónde vivías, dónde te sentabas cada mañana a desayunar, el sofá donde te tumbabas a leer y escuchar música, vería de qué color eran tus muebles, qué libros tenías en las estanterías, cómo era tu dormitorio...
No te lo imaginabas, no. Lo harías más tarde, aunque yo nunca te dije nada, no hizo falta, ¿verdad?, de la manera en que te miraba, con qué atención te escuchaba...; lo fuiste descubriendo poco a poco... Y te asustaste, ¿o no fue así?
¿Pero qué esperabas? ¿Cómo no iba a enamorarme de ti? Para mí eras una mujer, con todas sus letras, con su casa propia, un trabajo, un coche, y un montón de lecturas en tu preciosa cabeza.
Ay, ese coche, ese viejo coche tan feo y destartalado que hacía tanto ruido y siempre se calaba, ese coche con el que fuimos a dar vueltas por la ciudad, al mirador de Igueldo, a la playa de Zumaia...
Y ahora, después de diez años, te escribo.
¡¿Por qué?!, dirás. Hace tanto que no nos vemos, que no sabemos nada el uno del otro. ¿Piensas, alguna vez, en mí? ¿Te acuerdas de ese chico moreno que parecía siempre tan perdido, de ese chico que lo miraba todo como si fuera la primera vez que lo veía?
Yo sí lo hago, yo sí pienso en ti. Me pregunto si te habrás casado, si has tenido hijos; sé que sigues trabajando en el mismo sitio que entonces, porque alguna vez he pasado por allí y he visto tu viejo cacharro (¡aún lo tienes!) aparcado cerca. También sé que sigues viviendo en el piso donde me abriste la puerta por primera vez, en aquella tarde de junio...
Ay, aquella tarde de junio.
Toqué el timbre y tú, sin preguntar quién era, dijiste “Hola, Santi”, así con voz alegre, casi cantarina. “Hola, Santi. Sube”.
Vivías en el tercer piso, cogí el ascensor, empujé la puerta y ahí estabas tú, en el umbral, esperándome. Te miré atentamente, guardando tu imagen en mi memoria: llevabas un pantaloncito corto de color azul marino, la pierna derecha escayolada hasta más arriba de la rodilla, aún las tenías bronceadas (ibas mucho a la playa, ahora, por eso te aburrías tanto de no poder salir a la calle: querías ir a la playa), calzabas unas chancletas azul marino también, las uñas de los pies pintadas de color blanco marfil resaltaban con el dorado de tus pies, esos pies tan pequeñitos que tenías; me acuerdo del niki blanco, tan ceñido a tu torso, dejando ver el ombligo, la curva de tu pecho... Te habías maquillado un poco, muy discretamente, un poco de carmín, las pestañas perfiladas. Y sonreías, “me” sonreías.
Qué guapa estabas.
Tremendamente guapa.
Me diste dos besos y me invitaste a entrar. Nos sentamos en la sala, las paredes eran de color blanco, yo en un sillón, tú en el sofá pues tenías que tener la pierna extendida, apoyada en los cojines. Me preguntaste si quería tomar algo y yo me encogí de hombros. ¿Una cerveza?, me sugeriste, y yo te dije que sí, una cerveza me vendrá bien, pensé, ¡estaba tan nervioso!
Hablamos mucho aquella tarde. De libros, cómo no. En ningún momento nos hizo falta poner música o encender la televisión. Me enseñaste fotos, de tus padres, de cuando eras pequeña, de cuando tenías mi edad...
Luego me fui, no recuerdo a qué hora, ya era tarde, ya había oscurecido. Creo que me invitaste a que me quedara a cenar, pero de esto no estoy seguro.
Después te visité otras veces. Una vez me invitaste a comer, habías preparado arroz, y a mí me pareció algo tan sensual, comer lo que habías preparado, con tus manos, para mí.
Pero terminó el verano. Nos seguimos viendo, pero ya no era lo mismo. Luego nos vimos cada vez menos, hasta que un día ya no lo hicimos más.
Y luego, ahora, diez años...
Han pasado diez años, fue en el verano del noventa y ocho. ¿Te acuerdas? Yo aún no había cumplido veinte años (los cumpliría dos meses después de que empezara todo, aquella primera vez que fui a verte a tu casa), y tú hacía tiempo que habías llegado a los treinta.
¿Te acuerdas?
Te habías roto una pierna andando en bicicleta y no podías moverte de casa. Te llamé para preguntarte qué tal estabas y me dijiste que aburrida, que no hacías otra cosa que ver películas en vídeo y leer, y que por qué no iba a hacerte una visita. Me diste tu dirección, ya sabía dónde vivías, en qué barrio, pero no la calle y el número. Vente el jueves, me dijiste, hacia las cuatro y media o las cinco.
¡Si supieras qué significó aquello para mí! Iba a ir a tu casa, iba a ver dónde vivías, dónde te sentabas cada mañana a desayunar, el sofá donde te tumbabas a leer y escuchar música, vería de qué color eran tus muebles, qué libros tenías en las estanterías, cómo era tu dormitorio...
No te lo imaginabas, no. Lo harías más tarde, aunque yo nunca te dije nada, no hizo falta, ¿verdad?, de la manera en que te miraba, con qué atención te escuchaba...; lo fuiste descubriendo poco a poco... Y te asustaste, ¿o no fue así?
¿Pero qué esperabas? ¿Cómo no iba a enamorarme de ti? Para mí eras una mujer, con todas sus letras, con su casa propia, un trabajo, un coche, y un montón de lecturas en tu preciosa cabeza.
Ay, ese coche, ese viejo coche tan feo y destartalado que hacía tanto ruido y siempre se calaba, ese coche con el que fuimos a dar vueltas por la ciudad, al mirador de Igueldo, a la playa de Zumaia...
Y ahora, después de diez años, te escribo.
¡¿Por qué?!, dirás. Hace tanto que no nos vemos, que no sabemos nada el uno del otro. ¿Piensas, alguna vez, en mí? ¿Te acuerdas de ese chico moreno que parecía siempre tan perdido, de ese chico que lo miraba todo como si fuera la primera vez que lo veía?
Yo sí lo hago, yo sí pienso en ti. Me pregunto si te habrás casado, si has tenido hijos; sé que sigues trabajando en el mismo sitio que entonces, porque alguna vez he pasado por allí y he visto tu viejo cacharro (¡aún lo tienes!) aparcado cerca. También sé que sigues viviendo en el piso donde me abriste la puerta por primera vez, en aquella tarde de junio...
Ay, aquella tarde de junio.
Toqué el timbre y tú, sin preguntar quién era, dijiste “Hola, Santi”, así con voz alegre, casi cantarina. “Hola, Santi. Sube”.
Vivías en el tercer piso, cogí el ascensor, empujé la puerta y ahí estabas tú, en el umbral, esperándome. Te miré atentamente, guardando tu imagen en mi memoria: llevabas un pantaloncito corto de color azul marino, la pierna derecha escayolada hasta más arriba de la rodilla, aún las tenías bronceadas (ibas mucho a la playa, ahora, por eso te aburrías tanto de no poder salir a la calle: querías ir a la playa), calzabas unas chancletas azul marino también, las uñas de los pies pintadas de color blanco marfil resaltaban con el dorado de tus pies, esos pies tan pequeñitos que tenías; me acuerdo del niki blanco, tan ceñido a tu torso, dejando ver el ombligo, la curva de tu pecho... Te habías maquillado un poco, muy discretamente, un poco de carmín, las pestañas perfiladas. Y sonreías, “me” sonreías.
Qué guapa estabas.
Tremendamente guapa.
Me diste dos besos y me invitaste a entrar. Nos sentamos en la sala, las paredes eran de color blanco, yo en un sillón, tú en el sofá pues tenías que tener la pierna extendida, apoyada en los cojines. Me preguntaste si quería tomar algo y yo me encogí de hombros. ¿Una cerveza?, me sugeriste, y yo te dije que sí, una cerveza me vendrá bien, pensé, ¡estaba tan nervioso!
Hablamos mucho aquella tarde. De libros, cómo no. En ningún momento nos hizo falta poner música o encender la televisión. Me enseñaste fotos, de tus padres, de cuando eras pequeña, de cuando tenías mi edad...
Luego me fui, no recuerdo a qué hora, ya era tarde, ya había oscurecido. Creo que me invitaste a que me quedara a cenar, pero de esto no estoy seguro.
Después te visité otras veces. Una vez me invitaste a comer, habías preparado arroz, y a mí me pareció algo tan sensual, comer lo que habías preparado, con tus manos, para mí.
Pero terminó el verano. Nos seguimos viendo, pero ya no era lo mismo. Luego nos vimos cada vez menos, hasta que un día ya no lo hicimos más.
Y luego, ahora, diez años...
Ay, Nathan, qué preciosa carta, qué dulce... cuántos recuerdos preciosamente guardados. No pasa nada por recordar; al contrario. Dentro de diez años más, otra vista atrás a esos instantes tan bellos. Así, valientemente.
ResponderEliminarSi me lo permites, Nathan, un beso. Y muchísimo cariño.
Wara.
Nathan, cómo me alegro que hayas encontrado esa dichosa contraseña.
ResponderEliminarEs una maravilla de carta, espero impaciente las siguientes....por que esta es solo el inicio no?.
Un beso
Nathan, al igual que Wara te envío un beso. Y un consejo: las cartas son para enviarlas en el momento en que son esperadas. Los bellos recuerdos nunca podrán compensar la realidad perdida de lo que pudo haber sido y no fue.
ResponderEliminarMuy bonita, Nathan. Una carta muy tierna para un precioso recuerdo.
ResponderEliminarUn besuco.
Gracias a todas por leerme. Y por los besos.
ResponderEliminarPero os tengo que defraudar: no es un recuerdo, es ficción. En la realidad, Cassandra no se llamaba Cassandra sino Ataulfa. Y cuando digo que hacía tiempo que había cumplido treinta años, me refiero a que hacía mucho, muchísimo tiempo: cuando Santi conoció a Cassandra, ésta tenía ochenta años. Y luego está el coche, el viejo coche..., que no era tal, era una carreta con un burro cojo.
Cuatro besos para las cuatro.
Nathan Z.
Hola Nathan. Acabas de llegar y has entrado con una descripción de una escena encantadora que rápidamente nos mete en la historia y nos lleva al pasado y al presente de un modo veloz en un juego de tiempos que no es sino el mecanismo en que funciona nuestra memoria. Una historia preciosa en la que, más o menos todos, nos vemos reflejados de algún modo.
ResponderEliminarComo con esta, será un placer volver a leerte en próximas cartas. Aprovecho para darte la bienvenida y desearte que lo pases tan bien, al menos, como todos los que entramos a visitar este Café de Madison que ella lleva con tanta ilusión ;-)
Un abrazo, amigo
Maverick
...
Gracias, Maverick. Estoy muy contendo de ser un miembro más de este café.
ResponderEliminar¡Hola!
ResponderEliminarComo me he enterado hoy de que Nathan había escrito aquí en el Café de Madisón, y la he leído hoy mismo también, pido disculpas por la tardanza en felicitar al autor.
¡¡¡Muy bonito Nathan!!
A ver si te prodigas más en tus escrituras, que yo creo que lo haces muy bien.
Besos.AlmaLeonor