Yo creo que era febrero, aunque no estoy muy segura, tampoco recuerdo la
hora ni el día de la semana, lo que sí sé es que desde entonces me esperaba
cada día.
También sé que nos mostrábamos alegres, nos reíamos mucho. Despreocupados. Éramos
ágiles de expresión. Y me abrazaba como si no hubiera tiempo futuro. Yo lo
seguía en todos sus movimientos y le contaba mis cosas del día, él seguía
abrazándome, le hablaba sobre mis sentimientos más secretos.
¿Cuáles? No recuerdo. Pero él sabía por el tono de voz mi estado de ánimo y
la gravedad o no, de todo lo que me preocupaba.
Cuando ya regresábamos a la casa, tomamos por costumbre entrar por la
puerta principal, me gustaba mucho porque al pasar nuestras sombras se
dibujaban en el cristal.
¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo habíamos estado juntos haciendo el ritual
diario de los encuentros? No sé. A veces, cuando lo pienso me digo que bien
pudo ser un segundo o años, qué más cuánto duró. Yo era feliz. Sucedió.
Y si alguna vez me sentía desdichada cerraba los ojos y desdibujaba todo lo
malo con mi mano imaginaria , en cuestión de segundos desaparecía.
Corría por la casa, entre mis libros y mi alegría se expandía hasta el
último rincón del patio de la casa, y siempre, siempre, acababa en el mismo
lugar, agotada me sentaba debajo de un árbol, canturreando alguna canción
pegadiza del momento y
riendo. Asombrada de ser protagonista de aquella gran felicidad y el
recuerdo tan presente y tan vivo de la niña que fui.
Han pasado muchos años desde que viví esa vida mágica de la que hoy os
hablo y cada vez que la recuerdo, se aviva y acrecienta más y más real dentro
de mi mundo.
Nunca he experimentado ternura más grande que la que nos proporcionamos el
tiempo que permanecimos junto. Él sabía dar y recuerdo como si fuera ahora la
tibieza de sus manos cuando tocaban las mías
Imagen de Frank-Horvat
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