viernes, 28 de agosto de 2009

Los niños








Se puso en pie y recorrió el espacio con la mirada, desde la mesa hasta la chimenea. Sobre la repisa vio una carta. La cogió y la abrió violentamente; y de pronto el razonable tono de Rose Sellars resonó en la pequeña habitación

Querido mío:

Ayer, después de que te marcharas recibí un radiotelegrama de tía Julia, en el que me pedía que llegase a París lo antes posible, y decidí ir a Padua esta mañana para tomar el Orient Express. Si me he marchado así, sin verte o avisarte o avisarte de que me voy, es porque, pensándolo mejor, me ha parecido que mi pequeño plan ( ya sabes que te lo prometí) necesitaba un par de días de reflexión pausada; por eso, en lugar de contártelo apresuradamente esta mañana, te lo transmitiré por escrito desde París.
Además (lo confieso) quiero mantener intacta la imagen de los días felices que hemos pasado aquí, en lugar de estropearla y manchada por nuevas discusiones, incluso las más cordiales. Sé que lo entenderás. El tiempo que hemos pasado juntos ha sido tan pleno, tan exquisito, que quiero llevar conmigo esa perfección…te escribiré dentro de unos días. Hasta entonces, piensa en mí, si puedes, como yo pienso en ti. Ningún corazón podría pedirle más a otro.



Allí, sobre el acerico, había un sobre escrito con caligrafía pulcra y familiar: la letra de Terry Wheater, que hacía las veces de escribano para los demás cuando sus cartas iban a verse sometidas al escrutinio de los adultos. Boyne abrió el sobre y leyó:

Queridísimo Martin:
Todos te enviamos esta preciosa cuna como regalo de bodas, pues suponemos que te casarás muy pronto y pensamos que la señora Sellars se ha marchado a Paris a encargar el ajuar. Y como has sido como un padre para nosotros confiamos y rezamos para que pronto seas padre de verdad de un motón de preciosos hijitos propios, que dormirán en esta cuna para que te acuerdes siempre de

Estos que te quieren: Judith, Terry, Blanca…



Los niños, de Edith Warthon

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