sábado, 14 de noviembre de 2009

Paraisos artificiales
























A J.G.F.


Mi querida amiga:
El sentido común nos dice que las cosas terrenales apenas existen y que la verdadera realidad sólo se da en los sueños. Para digerirla dicha natural, así como la artificial, hay que tener, ante todo, el valor de tragarla; y los que acaso merecerían la dicha son precisamente aquellos a quienes la felicidad, tal como la conciben los mortales, ha hecho siempre el efecto de un vomitivo.
A las personas ingenuas les parecerá raro, e incluso impertinente, que un cuadro de deleites artificiales le sea dedicado a una mujer: la fuente más corriente de los deleites más naturales. No obstante, es evidente que, como el mundo natural penetra en el espiritual, le sirve de alimento y contribuye de ese modo a operar esa amalgama indefinible que llamamos nuestra individualidad, la mujer es el ser que proyecta la sombra más grande o la luz más intensa en nuestros sueños. La mujer es fatalmente sugestiva; vive una vida distinta de la propia; vive espiritualmente en las fantasías que frecuentan y fecunda.

Por lo demás, importa poco que se comprenda el motivo de esta dedicatoria. ¿Acaso es necesario, para satisfacción del autor, que cualquier libro sea comprendido, excepto por aquel o por aquella para quien se ha compuesto? En fin, para decirlo todo, ¿es indispensable que haya sido escrito para alguien? En lo que a mi respecta, me interesa tan poco el mundo de los vivos que, como esas mujeres ociosas y sensibles que envían, según se dice, por correo sus confidencias a amigos imaginarios, de buena gana escribiría sólo para los muertos.

Pero no es a una muerta a la que dedico este librito, sino a alguien que, aunque enferma, sigue en mi siempre activa y viviente y que ahora vuelve todas sus miradas hacia el Cielo, ese lugar de todas las transfiguraciones. Pues lo mismo que de una droga temible, el ser humano goza del privilegio de poder obtener nuevos y sutiles placeres del dolor, la catástrofe y la fatalidad.

Verás en este cuadro a un paseante sombrío y solitario, sumido en el movedizo mar de las multitudes y enviado su corazón y su pensamiento a una Electra lejana que hace poco enjuagaba su frente sudorosa y refrescaba sus labios apergaminados por la fiebre, y adivinarás la gratitud de otro Orestes, cuyas pesadillas velaste con frecuencia y cuyo espantoso sueño disipabas con leve y maternal mano.

C.B.

Paraisos artificiales, de Charles Baudelaire

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